
Después de mi separación de la madre de mis amadas luciérnagas la vida no me trató muy bien. No me duele reconocer que lo pasé muy mal, evidentemente por la lejanía obligada que debí soportar de mis pequeñas hijitas que, a la sazón, tenían muy pocos años.
Cuando el contacto se restableció mi María de los Ángeles cursaba el Segundo Año de la Primaria y la pequeña María Francisca daba recién sus primeros pasos en el Jardín de Infantes. Ya llevaba algunos años ejerciendo como Profesor de Lengua Castellana, labor que de alguna manera, y sólo de alguna manera, lograba mitigar la pena que la separación de mis pequeñas hijas me producía. En aquellos años lo que más me atormentaba era lo que ellas pudieran estar sufriendo sin hallar explicación en sus pequeños cerebritos, especialmente María de los Ángeles, por ser la mayor y, por ende, la que mayores recuerdos y pérdidas tenía.
En aquel reencuentro, repito, María de los Ángeles era muy pequeñita, pero no tanto como para no hacer las preguntas de "aquellas", de hecho se encontraba en plena edad para ponerlo a uno en aprietos. (Me explico, ¿verdad?)
Recuerdo que estábamos ambos, Ángeles y yo, sentados en la Sala de estar de la casa de mis padres leyendo una pequeña novela para infantes cuando ella rompe la lectura con una dulce pausa:
- ¿Le puedo hacer hacer una pregunta?
- Por supuesto, ¿qué desea saber?
- ¿En qué trabaja usted?
- ¿Yo? ¿Pero es que no lo sabe?
- No, no lo sé...
Entonces, como si se tratara de la cosa más natural del mundo, le señalo que soy profesor. La niña, mi bella niñita, abre unos ojos de sorpresa, y con esa entonación tan característica que era un sello de marca de ella, dice:
- ¿¡En seerio!?
Acto seguido, abrió unos ojos, de maravillados. Al verla, cualquiera hubiera pensado que nada era más grandioso que tener un padre profesor. En los ojos de mi hija vi orgullo, honor, felicidad, aprobación, y, por sobre todo, admiración.
Recuerdo que en otra oportunidad durante la misma semana fuimos al colegio donde trabajo. Inolvidable es el momento en que ingresamos al recinto y el portero, al franquearme la entrada, me dice:
- Buenas tardes Profesor...
Mi Ángeles, fue tan obvio, se sentía verdaderamente feliz.
Han pasado los años y esa imagen la mantengo latente. Es poderosa, un fuerte estímulo para sentirme acompañado a pesar de los años en que no estuvimos juntos.
Al día siguiente, estábamos en mi biblioteca con mis dos hijas y mi pequeña Panchita me pregunta:
- ¿Por qué tiene tantos libros?
Alcancé a abrir los labios para responder cuando Ángeles lo hace por mí, moviendo la cabeza manifestando reprobación por la pregunta de su hermana menor:
- ¿Por qué tiene tantos libros? Pero si el papá es profesor y él debe tener muuuchos libros para poder enseñarle a sus alumnos.
Luego, Panchita contraataca:
- Entonces, respóndame esta otra pregunta: ¿Por qué usa lentes?
Ángeles nuevamente responde:
- El papá es profesor y todos los profesores usan lentes.
- Pero mi señorita del jardín no usa lentes.
- Ah, pero cuando vayas al colegio como yo (me sonó a "cuando seas grande como yo") verás que todos los profesores usan lentes.
Nuevamente debo indicar que estos recuerdos me llevan con nostalgia a la ternura de esos años, felices años.
¿Por qué tienen que crecer los hijos? Es injusto, ¿no creen?