jueves, 8 de octubre de 2009

Serrat y yo

Retraído, silencioso, ensimismado... estos tres adjetivos son los que mejor definen mi personalidad, aquello que los catalanes llaman tarannà, es decir, la forma peculiar que tiene cada individuo de conducirse en la vida. A pesar de lo anterior tuve mi vía de escape, la figura de un aedo, un rapsoda, un vate, la voz que me llegaba desde el otro lado del océano parea hacerme compañía.
La verdad es que con absoluta modestia debo declarar que descubrí a este este señor poeta el verano de 1972 con apenas seis años de vida. Se transmitía el Festival de la Canción de Viña del Mar cuya principal figura de aquel año fue Joan Manuel Serrat, la razón de que hoy esté escribiendo estas líneas que sólo pretender ser un homenaje, un acto de agradecimiento a tan noble figura de mi vida.
Con el paso de los años mi admiración fue creciendo, alimentado a los quince años por un regalo que recibí de mis padres: una casete con canciones en catalán, era la edición del álbum "Serrat 4"el cual hizo nacer en mí el deseo de aprender tan bello idioma pero para ello deberían pasar aún algunos años, varios años pues no fue sino hasta que egrese de la universidad que recién pude disponer del empuje para acomenter tan poco práctica tarea, según lo que mi entorno me decía. Sí, pues en Chile, me señalaban, no era rentable aprender una lengua de la que casi nadie había escuchado hablar. Era fines de los años ochenta. Pero, tan descabellada tarea tenía sólo dos metas:
a) Poder entender las canciones de Serrat
b) Escribirle una carta a mi héroe de la infancia aunque, evidentemente, él nunca la leyera.
Eso era, en un principio, mi montaña personal, la cual había que superar a como diera lugar.

Una verdadera tragedia

Las protagonistas de esta historia son mis dos luciérnagas y ocurrió hace muuuchos pero muuuchos años, bueno en realidad no tantos, los suficientes para decirles que ellas eran apenas unas motitas de algodón, tal y como aparecen en la fotografía que decora, perdón, engalana esta remembranza.Resulta, amigos míos, que era un fin de semana y me encontraba plácidamente retozando en la lectura de un libro mientras mi hijas jugaban con muñecas en el patio bajo mi atenta y enamorada mirada, cuando escucho que Ángeles, la mayor, le dice a su hermana:- ¿Vamos donde el papá? El se la va a arreglar...Llegan donde estaba yo, tomaditas de la mano, tal como aparecen en la imagen de hoy, ante lo que yo pregunto, a pesar de saber exactamente lo que ocurría por haber estado observando la situación:- ¿Qué pasa?Responde Ángeles:- A la Panchi se le echó a perder la muñeca.Francisca, la Panchi, no lloraba, sollozaba con una pena que estremecía el corazón, sobre todo cuando se observaba la escena. Ella tenía el brazo de la muñeca en su mano en tanto que su hermana mayor sostenía el resto del juguete.La tomo en brazos, sentándola en mis rodillas y le digo:- Ah, su guagua (bebé) se quedó sin brazos.- Shiii...Interviene Ángeles:- Estábamos jugando y se le salió un brazo.Le sonrío a mi hija mayor y luego me dirijo a Panchita:- Usted sabe que no me gusta verla triste, ¿cierto?- Shiii...- Entonces lo primero es secar estas lagrimitas.Saco, entonces, un pañuelo secando la evidencia de la pena de mi hijita pequeña, y le digo:- Listo.Le coloco el brazo a la muñeca, giro, y se pone en su lugar. Panchi al ver el éxito de mi gestión da un brinco y la sonrisa que se dibujó en su carita podría haber cubierto al mismísimo Sol. Estaba radiante, feliz sería decir poco.Al ver su reacción le digo:- ¿No le parece que me he ganado un abrazo? Ante lo cual me rodea con sus bracitos, me premia con un beso en la mejilla, toma su muñeca y se va con su hermana, la cual le dice a Panchi:- ¿Vio, Panchita? Yo le dije que el Papá se la arreglaría.Las palabras de Ángeles reflejaban una tierna pero irrestricta confianza en mí, confianza que me llenaba de alegría. Esta actitud también se la contagió por aquellos días a su pequeña hermanita.

El trabajo de Papá

Después de mi separación de la madre de mis amadas luciérnagas la vida no me trató muy bien. No me duele reconocer que lo pasé muy mal, evidentemente por la lejanía obligada que debí soportar de mis pequeñas hijitas que, a la sazón, tenían muy pocos años.
Cuando el contacto se restableció mi María de los Ángeles cursaba el Segundo Año de la Primaria y la pequeña María Francisca daba recién sus primeros pasos en el Jardín de Infantes. Ya llevaba algunos años ejerciendo como Profesor de Lengua Castellana, labor que de alguna manera, y sólo de alguna manera, lograba mitigar la pena que la separación de mis pequeñas hijas me producía. En aquellos años lo que más me atormentaba era lo que ellas pudieran estar sufriendo sin hallar explicación en sus pequeños cerebritos, especialmente María de los Ángeles, por ser la mayor y, por ende, la que mayores recuerdos y pérdidas tenía.
En aquel reencuentro, repito, María de los Ángeles era muy pequeñita, pero no tanto como para no hacer las preguntas de "aquellas", de hecho se encontraba en plena edad para ponerlo a uno en aprietos. (Me explico, ¿verdad?)
Recuerdo que estábamos ambos, Ángeles y yo, sentados en la Sala de estar de la casa de mis padres leyendo una pequeña novela para infantes cuando ella rompe la lectura con una dulce pausa:
- ¿Le puedo hacer hacer una pregunta?
- Por supuesto, ¿qué desea saber?
- ¿En qué trabaja usted?
- ¿Yo? ¿Pero es que no lo sabe?
- No, no lo sé...
Entonces, como si se tratara de la cosa más natural del mundo, le señalo que soy profesor. La niña, mi bella niñita, abre unos ojos de sorpresa, y con esa entonación tan característica que era un sello de marca de ella, dice:
- ¿¡En seerio!?
Acto seguido, abrió unos ojos, de maravillados. Al verla, cualquiera hubiera pensado que nada era más grandioso que tener un padre profesor. En los ojos de mi hija vi orgullo, honor, felicidad, aprobación, y, por sobre todo, admiración.
Recuerdo que en otra oportunidad durante la misma semana fuimos al colegio donde trabajo. Inolvidable es el momento en que ingresamos al recinto y el portero, al franquearme la entrada, me dice:
- Buenas tardes Profesor...
Mi Ángeles, fue tan obvio, se sentía verdaderamente feliz.

Han pasado los años y esa imagen la mantengo latente. Es poderosa, un fuerte estímulo para sentirme acompañado a pesar de los años en que no estuvimos juntos.
Al día siguiente, estábamos en mi biblioteca con mis dos hijas y mi pequeña Panchita me pregunta:
- ¿Por qué tiene tantos libros?
Alcancé a abrir los labios para responder cuando Ángeles lo hace por mí, moviendo la cabeza manifestando reprobación por la pregunta de su hermana menor:
- ¿Por qué tiene tantos libros? Pero si el papá es profesor y él debe tener muuuchos libros para poder enseñarle a sus alumnos.
Luego, Panchita contraataca:
- Entonces, respóndame esta otra pregunta: ¿Por qué usa lentes?
Ángeles nuevamente responde:
- El papá es profesor y todos los profesores usan lentes.
- Pero mi señorita del jardín no usa lentes.
- Ah, pero cuando vayas al colegio como yo (me sonó a "cuando seas grande como yo") verás que todos los profesores usan lentes.
Nuevamente debo indicar que estos recuerdos me llevan con nostalgia a la ternura de esos años, felices años.
¿Por qué tienen que crecer los hijos? Es injusto, ¿no creen?

Panchita en sus diecisiete

No es tarea difícil hablar de mi pequeña hija María Francisca Muñoz Adasme, conocida arreu del món como Panchita o, sencillamente, Panchi. Digo que no es tarea difícil, lo difícil es no caer en el uso indiscriminado de los adjetivos menos para alguien como yo que abunda en ellos. Mi pequeña (pues para mí siempre lo será) hoy cumple diecisiete años y, la verdad, es que me parece casi una broma pensar que ha pasado tanto tiempo desde el día que nació.
En Chile el mes de septiembre es frío: termina el invierno y comienza la primavera y aquel 1 de septiembre de 1992 no fue la excepción. En lo personal era esperada con un anhelo expectante pues venía a ser el complemento perfecto de su hermana María de los Ángeles, quien, a la sazón, tenía apenas un año y medio de vida.

Panchita fue desde el principio una niña alegre, locuaz y la cómplice absoluta de su hermanita mayor. Tierna por antonomasia, dueña de una personalidad única, avasallante, con una sonrisa exquisita que derretía certeramente el corazón de su progenitor, es decir, yo. Le gustaba mucho escucharme hablar y siempre, pero siempre, tenía algo que decir.

Su memoria era única, con modestia debo indicar que éste es un rasgo que heredó absolutamente de mí. Cosas que le enseñaba como algunas palabras de alguno de los idiomas que hablo las recordaba por semanas y siempre pedía más, nuevas palabras. Era una pequeña con un hambre de conocer, adquirir y aprehender nuevos conocimientos.

Otra cosa que me subyugaba absolutamente a ella era su innata coquetería. Me rendía absolutamente a sus encantos. Cuando sonreía sus marcados ojitos almendrados desaparecían siendo reemplazados por una sola línea que en perfecta simetría me daban la idea de estar en presencia de dos lunas. Por esta razón cuando ella cumplió diez años escribí un libro de poemas el cual titulé Ulls de lluna (Ojos de luna).

Sí, mi Panchita llegó a duplicar la alegría y dulzura que ya existía en mi vida gracias a mi primogénita María de los Ángeles. Ambas, y cada una en forma parecida y, a la vez, diferente, han sido una verdadera bendición en mi vida. Considero, además, y modestia aparte, que ambas llevan de mí una indesmentible carga genética a pesar de lo cual son dos jovencitas absolutamente hermosas, desde un punto de vista físico y, también, dos seres humanos de una calidad incuestionable.

Asunto de apellido

Maria de los Ángeles tenía cinco años y se encontraba en aquella edad que comienzan a relacionar los diferentes aspectos que conforman su propia vida con lo que afecta su entorno. En la situación que quiero compartir con vosotros el día de hoy nos hallábamos sentados en una plaza cercana a la casa de mis padres. Como digo estábamos sentados mientras ella me acribillaba con las típicas preguntas que le puede hacer a su padre una niña de cinco años.
Recuerdo que me pregunta si yo tenía primos, entonces no se me ocurre nada mejor que contarle la razón por la que los seres humanos llevamos apellidos. Mi razonamiento fue el siguiente: "Tanto usted como su hermanita son Muñoz Adasme, esto se debe a que el primer apellido es el del papá y el segundo el de la mamá. Los apellidos nos cuentan la historia de la familia y nos unen y nos relacionan como familia. Es así que todos los que están en casa son de apellido Muñoz (me refería a tíos, primos y abuelos de ellas).
"Por eso es que yo mismo, por mi padre y por mi madre, me llamo Leonel Muñoz Tigre". Aquí viene, entonces, la parte tierna de la historia, ya que al decir yo mi nombre ella me mira con cierta incredulidad y con el rostro amorosamente serio me dice: "Eso no es cierto". Yo, intrigado, le pregunto que a qué se refería. Ella, con la seriedad antes mencionada, me dice: "Usted no es un tigre, usted es una persona". Esto lo dice sin abandonar esa exquisita seriedad que era una delicia.

Panchita y Don Quijote

Hace mucho tiempo que no escribía algo para mis memorias y justamente ahora que estoy pasando por horas bajas es la mejor manera, creo, de ir pasando este trago amargo que me ha puesto la Señora Vida.
Quienes me conocen saben que la literatura y, por ende, la lectura son los motores, los émbolos, que dirigen mi vida y, por ello, es que el mayor legado que pretendo legarle a mis amantísimas hijas, mis adorables luciérnagas, es el gusto por la lectura y es todo un agrado saber que ellas aman tanto los libros como yo, su diletante progenitor.
Hoy quiero compartir con todos vosotros una pequeña escena que ocurrió hace algunos años cuando mi pequeña, amada y tierna Panchita tenía unos cuatro años de edad.
Era enero, pleno verano austral, primera semana del año. Hay pocas cosas que son tan fuerte en mi vida como el hábito que cumplo rigurosamente desde que tenía catorce años y esto es que el primer libro que leo es el mismo de cada año: Don Quijote de La Mancha, la inmortal creación del no menos inmortal don Miguel de Cervantes y Saavedra.
En esta escena de mi vida anterior me hallaba yo solazado leyendo el capítulo XXXI de la Primera Parte del Quijote, aquel capítulo en donde el inefable Sancho Panza le narra su amo, el señor Don Quijote de La Mancha, la entrevista que el famoso escudero tuvo con la sin par beldad de doña Dulcinea del Toboso, quien, como todos sabemos, era la hombruna tabernera que respondía al nombre de Aldonza Lorenzo. Lo jocoso de esta situación era, a mi modo de ver, cuando donde Quijote le pide a Sancho que le cuente de la belleza sin par de su amada, que le describa el aroma a flores que manaba de su figura, a lo que Sancho le responde que él, Sancho, es un hombre del vulgo por lo que de flores sabe muy poco pero lo que realmente sintió fue un olor algo hombruno, un olor a sobacos.
Como he dicho, me hallaba leyendo este relato sentado cómodamente en un sofá disfrutando de la lectura cuando pasa por el lugar mi pequeña Panchita, quien, a la sazón, aún no sabía leer. Al leer el relato no pude menos de reírme de tal manera que mi hija, comida por la curiosidad, se acerca a mí, diciendo: “¿A veer?”
Inclinando su cabecita hacia el libro y al notar que había sólo una página con letras y sin imágenes, me mira intrigada haciendo una segunda pregunta: “¿Y de qué se ríe tanto?”. Ante esto yo la tomo por su delgadita cintura y la siento en mis rodillas y le leo el relato, luego se lo explico de tal manera que ella lo entienda. Esa semana unas dos o tres veces me pedía que le leyera nuevamente el pasaje.
Sí, una de las primeras aproximaciones de mi Panchita a la literatura universal fue con el mismísimo Caballero de la Triste Figura.

Vaca, no ballo

Cuando María de los Ángeles nació venía con una leve displasia de cadera por lo que se debió actuar con celeridad y diligencia. Como en aquel año de 1992, yo trabajaba en Santiago y sólo viajaba a verla los fines de semana (hablo en singular pues aún no nos había llegado la alegría personificada en Panchita, mi bella hija menor), así es que normalmente hacía los viajes entre Curicó, Santiago y de regreso a Curicó. Tal fue el caso del recuerdo que quiero compartir hoy.Íbamos recién en el viaje de ida, esto es, Curicó-Santiago. El viaje lo hicimos en tren y, como es de esperarse la llevaba sentada en mis piernas, ya que sólo tenía algo más de un año, cuando había transcurrido una hora de viaje noto que empieza a cabalgar sobre mis rodillas, haciendo el típico chasquido que hacen los niños al imitar a un caballo. De simple curiosidad veo que al otro lado de la ventana había sólo vacas. La miro y le digo: “Pero mi niña, si esas son vacas, no son caballos”. Ella, a su vez, me devuelve la mirada y me dice: “Vaca, no ballo”.Proseguimos nuestro viaje, fuimos al médico, nos quedamos aquella noche en casa de mis padres, regresando a Curicó al día siguiente. En cuanto entramos en la casa, y al ver a su madre, lo primero que le dice es: “Vaca, no ballo”. Como es de suponer tuve que narrarle toda la historia ya que ella no entendía nada.Esta pequeña historia me parece de una ternura inmarcesible por eso quise compartirla el día de hoy.

El nombre de la ternura

Hablando de definiciones creo que la palabra que mejor describe a mi hija menor es TERNURA…Ternura porque en la mirada un destello de humanidad, la palabra precisa, la humildad de callar cuando es debido y la grandeza de silenciar al silencio...Cuando era tan pequeña como un bebé sabía esperar todo... bueno, casi todo, mientras lo que se debiera aguardar no fuese su comida...Además era en sí misma, como ya lo he dicho, la TERNURA personificada... en cuanto me veía alargaba sus pequeños bracitos y yo la alzaba, dejaba caer sus brazos y apoyaba su mejilla en mi hombro y allí se quedaba nuy quietecita tanto que, por lo general, yo pensaba que finalmente se había quedado dormida, entonces la llamaba: "¡Panchita! ¿Está durmiendo?" Entonces ella se incorporaba, dejando su espalda sin apoyo regalándome la más hermosa de las sonrisas...En aquellos momentos yo era feliz, realmente feliz...

Mi Panchita

Panchita, Panchita… un corazón pequeñito que me subyugó desde el mismo momento de su nacimiento. Increíblemente es muy diferente a su hermosa y eso es lo bonito que tiene su personalidad pues le da una variedad única a mis dos mis hermosas hijas.Para comenzar debo decir que con una tierna mirada hacía que mi corazón se derritiera, con su precoz coquetería que hacía que su padre se derritiera por ella a pesar de sus cortísimos años.Mi pequeña Panchita sabía como ganar mi ánimo a pesar que tenía un rasgo de la personalidad que reconozco como muy mío: la espontaneidad, el querer tener las cosas ahora ya.Panchita, tan linda ella.

Dos luciérnagas en la memoria

Pensando en mis hijas, siempre pensando en mis hijas he llegado a la conclusión de que el amor que ellas me inspiran es debido en gran medida a la memoria, al recuerdo que guardo sobre ellas. Lamentablemente la vida se ha encargado de que esas imágenes tan hermosas que guardo en mi cerebro no vivan de la misma manera en las mentes de cada una de ellas. Por tanto, he decidido plasmar cada uno de mis recuerdos en pequeñas reseñas que obren el milagro de revivir mi amor de padre en el corazón de ellas.